El paso del tiempo y las decisiones que vamos tomando llevan una certeza: hay cosas que una vez hechas, no tienen vuelta atrás.

Imagina lanzar una piedra al agua. Una vez que la piedra rompe la superficie, las ondas se expanden y no hay forma de recogerla ni de detener el movimiento del agua. De la misma manera, nuestras acciones tienen consecuencias que se propagan en nuestro entorno y en las vidas de las personas que nos rodean.

Las palabras son un claro ejemplo de ello. ¿Cuántas veces hemos dicho algo sin pensar y luego nos hemos arrepentido?

Una vez que esas palabras salen de nuestra boca, se convierten en algo real, algo que no podemos simplemente borrar o deshacer. Pueden herir, alegrar, sorprender o confundir, pero lo que está claro es que dejan una marca. Y aunque siempre es posible pedir disculpas o intentar enmendar, el hecho original de haber dicho esas palabras no desaparece.

Por otro lado, el tiempo tiene su propio ritmo, uno que no espera ni se detiene. Cada momento que pasa es único y, una vez que se va, ya no vuelve.

Todos hemos tenido ocasiones especiales o oportunidades que, por alguna razón, hemos dejado pasar. Ya sea un encuentro con un amigo, una celebración familiar o una oportunidad laboral, cuando se pierde ese momento, simplemente se convierte en un recuerdo o en un «qué hubiera pasado si…».

Todo esto  lleva a una reflexión. Nos recuerda que cada decisión, cada palabra y cada segundo cuenta. No se trata de vivir con miedo o sobreanalizar cada movimiento, sino de ser conscientes de que nuestras acciones tienen peso.

Deberíamos vivir con intención, a pensar antes de hablar y a valorar cada momento como si fuera único.