La idea de votar por un candidato que me resulte “simpático” es en el mejor de los casos una ilusión, y en el peor, una forma peligrosa de autoengaño.
Los políticos, por su propia naturaleza y diseño, no son figuras destinadas a inspirar simpatía o confianza genuina.
Operan dentro de un sistema que los empuja a ser propagandistas y defensores de facciones, más preocupados por la supervivencia política que por un sentido de justicia imparcial.
El propósito de nuestro voto no es encontrar héroes ni personajes con aires mesiánicos, sino reducir los daños que potencialmente causará. La expectativa de encontrar un líder verdaderamente confiable es una trampa muy emocional.
El interés propio es el único principio constante en la política. Los políticos no se distinguen por su altruismo ni generosidad, sino por su habilidad para presentarse como defensores de intereses colectivos mientras gestionan los suyos propios y los de sus partidos políticos.
Esto no los hace inherentemente malvados sino más bien, es la consecuencia lógica de operar donde la recompensa proviene del cálculo partidista, no de la virtud.
El voto como estrategia de contención
Votar por lo tanto, no debería entenderse como un ejercicio de identificación con un candidato, sino como una estrategia de contención.
El poder político, en su esencia, es un arte de gestión de riesgos. No elegimos a los mejores individuos; elegimos a aquellos cuyas decisiones tendrán las consecuencias menos dañinas.
La pregunta no es quién tiene la visión más inspiradora, sino quién dejará menos daños al final de su mandato. Este enfoque te puede parecer un poco pesimista, pero es más realista que el romanticismo que muchas veces rodea el acto de votar.
Las elecciones son un terreno en el que se negocian daños y pérdidas inevitables. No hay victoria completa ni elección perfecta. Cada opción tiene su carga de riesgos, su costo de oportunidad. Los votantes no eligen un destino ideal, sino el menos problemático entre los disponibles.
La confianza como error cognitivo
Buscar confianza en los políticos es como buscarle dientes a una gallina. La estructura del poder político no premia la honestidad desinteresada; premia la narrativa eficaz y el manejo estratégico del conflicto.
En este escenario, la desconfianza no es un defecto, sino una herramienta saludable para sortear la incertidumbre. La desconfianza no es cinismo; es una forma de prudencia.
Alguien podría argumentar que sin un mínimo de confianza el sistema se colapsaría. Pero la política nunca ha dependido realmente de la confianza. Depende del equilibrio de intereses en conflicto. Los actores políticos cooperan cuando el costo de la confrontación es demasiado alto y se traicionan cuando el beneficio lo justifica.
Chile está lleno de estos ejemplos. La estabilidad política es más una cuestión de disuasión mutua que de integridad moral.
La ilusión de la elección moral
Un error frecuente es suponer que votar es un acto moral. La moralidad implica la elección libre entre lo correcto y lo incorrecto, pero el voto en democracia se parece más a un dilema: se elige no lo correcto, sino lo menos perjudicial. Imaginemos dos caminos, uno nos llevará por la incertidumbre pero con algo de esperanza de evitar catástrofes, el otro arrastra inevitablemente hacia una crisis.
El voto no es una proclamación de principios; es una decisión pragmática basada en la gestión de riesgos. En este sentido, la noción de que “mi candidato es el bueno” no solo es ingenua y torpe, sino peligrosa.
La lealtad ciega a cualquier figura política distorsiona la capacidad de juicio y convierte a los votantes en «cómplices pasivos» de grandes errores que se podrían haber evitados. Aquel que asume que su candidato favorito es infalible se puede definir definitivamente como fanatismo.
La democracia es imperfecta pero necesaria.
Lo que queda es una visión de la democracia que no se basa en la esperanza, sino en la moderación del daño. Entonces, elegir al menos malo no es una falla del sistema, es su naturaleza.
La democracia no garantiza líderes virtuosos, sino mecanismos para limitar el abuso del poder. Votamos no para encontrar héroes, sino para evitar villanos. Siendo realistas, sabemos que nadie que ascienda al poder puede mantener las manos completamente limpias.
La fuerza de la democracia no está en la pureza de sus líderes, sino en su capacidad de adaptarse y corregirse a sí misma.
La alternancia en el poder, la existencia de controles institucionales y la presión pública funcionan como un freno a todas estas ambiciones desmedidas. No es perfecta, pero es preferible a los sistemas donde el poder no encuentra obstáculos.
Votar sin Ilusiones
El acto de votar debería ser tratado con la misma lógica que una inversión de alto riesgo: se buscan minimizar las pérdidas, no maximizar las ganancias.
No votamos por quienes admiramos, sino por quienes, en el peor de los casos, harán menos daño del que podrían hacer sus adversarios. Esta perspectiva puede parecer fría, pero ofrece una forma más saludable de participar en la política sin caer en decepciones innecesarias.
La madurez política implica aprender a vivir con la incomodidad de decisiones imperfectas. No habrá nunca un líder que encarne todas nuestras aspiraciones sin contradicciones.
Aquí el reto es encontrar a quienes puedan gestionar las tensiones del poder sin empeorar demasiado las cosas. Y eso, con toda la incertidumbre de fondo, es todo lo que podemos y debemos esperar.