Todos tenemos algo que queremos cambiar. Ya sea la opinión de una persona, el comportamiento de un hijo o transformar por completo una organización. El deseo de cambio es inherente al ser humano.
Sin embargo, provocar ese cambio suele ser extraordinariamente difícil. Por mucho que presionemos o intentemos persuadir, a menudo parece que no logramos nada.
Una de las razones por las que el cambio es tan complicado es lo que los psicólogos denominan «sesgo del status quo». Tendemos a aferrarnos a lo conocido y familiar, incluso cuando hay mejores alternativas disponibles. Preferimos lo viejo y defectuoso antes que adoptar algo nuevo y mejorado.
Esto se debe en parte a que sobrevaloramos las desventajas potenciales de un cambio, mientras ignoramos sus ventajas. Perder algo que apreciamos pesa más que la expectativa de ganar algo nuevo. Por ello, para vencer la inercia se necesita que el beneficio potencial de la novedad sea al menos el doble de la posible pérdida.
Otra razón es que no tenemos en cuenta los costos ocultos de cambiar: el esfuerzo de aprender algo nuevo, la incertidumbre, el temor a equivocarse. Estos costos emocionales refuerzan nuestra tendencia a evitar lo desconocido.
Superar esta aversión natural al cambio requiere estrategias creativas. Hay que minimizar lo que se pierde, maximizar las ventajas de la novedad y apoyar el proceso de adaptación. Sólo así se podrán vencer las barreras psicológicas y hacer que el cambio sea atractivo y duradero.