El mundo está lleno de expectativas, de etiquetas que nos asignan un lugar, un propósito, una función. Nos enseñan desde niños a buscar nuestro rol en la sociedad, a alinearnos con lo que se espera de nosotros, con lo que otros han decidido que debemos ser.

Esta idea puede parecer inofensiva al principio, incluso útil. Después de todo, el orden social y económico depende de que las personas adoptemos ciertos papeles: el trabajador, el ciudadano, el consumidor, el estudiante, el profesional……

Cuando hablo de roles, no me refiero únicamente a las profesiones o a las posiciones sociales, sino a todo aquello que define nuestra identidad desde fuera, lo que otros proyectan sobre nosotros. Aceptar estos roles es aceptar que nuestra esencia misma, nuestra individualidad, puede ser manejada y restringida por las expectativas de otras personas.

La sociedad es experta en generar patrones que buscan uniformar al ser humano, en lugar de aceptarlo en su diversidad y su potencial creativo. Cuando nos asigna un rol, nos empuja a seguir caminos ya trazados, olvidando que la vida es por naturaleza impredecible.

Jean-Paul Sartre decía que estamos «condenados a ser libres», lo que implica que no hay esencia predeterminada que defina quiénes somos.

Somos los creadores de nuestra propia vida, responsables de nuestros actos y de la dirección que tomamos. Sin embargo, el peso de la libertad puede ser literalmente una carga. Nos enfrentamos a un mundo que nos empuja a escapar de esta libertad y a refugiarnos en roles que prometen seguridad y pertenencia.

Cuando aceptamos el rol que el mundo nos asigna, renunciamos a la posibilidad de explorarnos a nosotros mismos en toda nuestra complejidad. Estamos condenados a encajar en moldes que a menudo no responden a nuestras pasiones, deseos o potencialidades. Este «encasillamiento» nos reduce a una imagen superficial de lo que realmente podemos ser.

La verdadera tragedia de aceptar un rol no es solo que limita nuestras acciones, sino que, con el tiempo, distorsiona nuestra percepción de nosotros mismos. Nos acostumbramos a identificarnos con el personaje que interpretamos y olvidamos quiénes somos en realidad. El problema no es desempeñar un papel en la vida (todos lo hacemos en diferentes momentos) sino confundir ese papel con nuestra identidad esencial.

David Foster Wallace alguna vez mencionó que «la verdadera libertad radica en la capacidad de elegir qué pensar, en ser conscientes de las narrativas que construimos y de cómo el entorno nos influye.»

Esta idea sugiere que la clave para escapar de la condena de los roles asignados está en la toma de conciencia: ser conscientes de que siempre tenemos la posibilidad de rechazar esos guiones predefinidos y de escribir nuestra propia historia.

Entender que el mundo intenta asignarnos un rol y que, al aceptarlo, nos condenamos a una vida limitada, es un gran paso hacia la verdadera libertad.

Esta libertad no es la ausencia de responsabilidad o compromiso, sino la capacidad de decidir conscientemente quiénes queremos ser, más allá de las etiquetas, más allá de las expectativas.